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DONDE LOS ÁRBOLES LLUEVEN
INTRODUCCIÓN
El mandato del Maestro Ladero
Hace algunos años ya que me encontraba con el Maestro Manolo Ladero Quesada, viendo la vida pasar a través de la cristalera funcionarial que cierra su despacho. Allí, con la mirada puesta en el trasiego continuo de coches en busca del escape madrileño, preguntándome cómo era posible que los estudiantes del INEF pudieran correr entre humo, neumático y pino negral consumido, el frenesí de los estudiantes apurados por la rutina contrastaba con la melancólica abulia que me viene dominando siempre que estoy demasiado tiempo alejado del Paraíso.
A mi espalda, enfrascado en la lectura de vayan ustedes a saber qué, el Maestro, que apenas tenía tiempo para mis silenciosos anhelos, dejaba escapar algún que otro exabrupto consecuencia del embrollo en que, una vez más, le había traído desde el Real Sitio.
-¿Sigues escribiendo artículos?
Recordé de pronto que le había citado en uno de los últimos, publicado en el Adelantado de Segovia, sin avisarle. Ya se sabe que, en este mundo académico en el que torpemente me muevo, el que no avisa es traidor y, a veces, el que sí lo hace, mucho más. Cuántas veces, competidores como somos de referencias bibliográficas, habremos rogado para que nuestro nombre desapareciera de ese escrito que tanta desazón nos provoca. Claro que, si los artículos académicos pueden ser farragosos para el reconocimiento, los publicados en la prensa pueden ser dinamita pura. Que uno no acaba nunca por saber cuánto importa la cita o en qué medida alegra, fastidia o confunde al personal.
-Pues si no lo haces, debes seguir haciéndolo. Que lo sepas.
De modo que sí le gustó. De no haber sido así, la bronca habría sido de aúpa, por supuesto. Que en esto de apadrinar nada se debe dejar en el tintero, pues, como diría Ángel Herrerín, más vale un día rojo que ciento amarillo. Aún así, la calma en el debate tampoco es que haya sido a lo largo de nuestra amistad una contingencia a la que hacer caso. Repleto está el recuerdo de nuestros encuentros de tácitas conversaciones volcánicas, donde el argumento histórico se sobrepone a todo respeto personal. Ya saben, puestos a discutir, nada como perder las formas entre amigos.
-Y publícalo. Que un articulista que no publica un volumen con sus artículos, ni es articulista ni es nada. Y no digamos ya un Cronista.
Se dio la vuelta y me sonrió. Cogimos los bártulos y abandonamos el despacho camino de la cafetería en el Edificio de Humanidades de la UNED, donde nos aguardaba José Miguel López Villalba y un sinfín de aventuras medievales que compartir en una sobremesa interminable.
El tiempo ha corrido desde aquella reunión. Como buen aprendiz, he obedecido al Maestro. He seguido escribiendo artículos, sin saber a ciencia cierta lo bien que se me da o no. He publicado mis artículos. De hecho, este volumen que tienen entre sus manos es el segundo con ciento uno escogidos de entre todos los emitidos al personal. He seguido discutiendo con el Maestro Ladero y hasta le he dedicado la presente colección en la esperanza de que no me lo tire a la cabeza con todo el cariño con que se agasaja al aprendiz.
Y estoy seguro de que entre líneas y palabrejas encontrarán, a poco que se esfuercen, la historia de este Real Sitio. Sin estridencias ni fútiles pretensiones académicas, mis vecinos presentes, pasados y futuros les harán disfrutar de la singularidad que define esta maravillosa comunidad, invitándoles a buscar entre las páginas del presente volumen el sitio que el Paraíso los lleva reservando toda su vida.
Además, de ser así, habré cumplido con la obligación máxima de un Cronista que no es otra que hacer crónica de sus vecinos, del Real Sitio pasado y del Paraíso presente y futuro, esperanzado en que habrá muchos más que se puedan acercar y lleguen a conmoverse con la simplicidad de las acículas y la frescura de los regatos que descienden desde la Majada Hambrienta; que se sientan atrapados en el verdor de las praderas repletas de yerba cervuna o poseídos por el fantasma del Padre Soler en las bóvedas de la Casa de los Infantes; que vean, en definitiva, la belleza de un lugar sin par en el brillo de los ojos de cualquiera de los vecinos, de mis paisanas, amantes como somos de la sencilla tranquilidad que el paso del tiempo ofrece en la Nava de San Ildefonso y el Valle de Valsaín.
Eduardo Juárez Valero